Una lámpara para no olvidar…
Ingresamos a la casa de siempre, aquella donde crecimos,
aquella donde aún puedo sentir el alma de aquel inmenso pino, guardián altivo
de mis recuerdos. En el fondo de la gran sala, sentados alrededor de una sencilla
mesa, mi madre y mi padre, flanqueados por mis hermanas y mi cuñado, se
encuentran degustando un tardío, pero suculento almuerzo de domingo. Beso la cabeza
de mi madre y extiendo y aprieto firmemente la mano de mi padre, nuestras
miradas dibujan una amable sonrisa.
Descubro la botella de vino que le había prometido a mi
hermana menor, retiro seis copas pequeñas de la vieja vitrina celeste, aquella
que sigue albergando tantos enseres y desafiando de manera increíble el tiempo.
Destapo el vino con la experticia que me dan los años, sirvo y bebemos. Mientras
tanto una de mis hermanas coloca frente a mí, un plato cubierto de arroz, con
grandes trozos de carne jugosa y papas amarillas. En la mesa, la ensalada, las
yucas sancochadas y el ají esperan su turno.
Me levanto de la mesa, doy un gran sorbo de vino y coloco con
firmeza la copa sobre la mesa, me dirijo a la cocina a lavarme las manos, la
puerta que da al patio, así lo llaman ahora esta semiabierta, puedo observar
un cúmulo de cosas transparentes que llaman mi atención, me acerco y
descubro varios costales atiborrados con botellas recicladas, en el suelo duro y húmedo, una gran cantidad
de botellas esperan su turno para ser
trituradas, reducidas e introducidas en algún
saco de rafia colorida. Este paisaje me produce una gran sonrisa,
observo todo y pienso en mi madre, solo ella puede seguir haciendo esto.
Oteando el ahora llamado patio, en antaño llamado corral, puedo
reconocer trazos, suciedades en la vieja pared de ladrillos blancos, en una
esquina, aquella donde interviene la
pared del fondo de la casa, entrecubiertas por una viejas maderas, unas formas curvilíneas,
empolvadas y con sabor a olvido demandan mi total atención, me acerco a ellas,
quienes en formación perfecta, una tras otra
descansan en sueño eterno.
Con la mayor delicadeza posible sujeto una de ellas, temo
despertarla de su largo sueño, busco algo con qué limpiarla, encuentro un trozo
sucio de tela, y siempre de manera delicada, empiezo a retirar el polvo, voy
limpiando y frotando, frotando y limpiando y aquella lámpara enciende, si,
enciende mis recuerdos, puedo ver y sentir como aquel suelo duro y húmedo se va
secando y deshaciendo, dando paso a aquella arena virgen, pura, salvadora,
indomable, traviesa, invasora. Todo se vuelve negro, oscuro en torno mío, me
puedo ver sentado en la vieja mesa con mis trastes escolares, escribiendo en compañía
única de la esbelta lampara. Con esfuerzo logro divisar las frágiles esteras recubiertas
de bolsas de papel, o el endeble techo forrado con aquel plástico azul que, en invierno
producto de las recurrentes garúas formaban unas alucinantes panzas de agua,
las cuáles me divertían vaciar al día siguiente con tanta pericia sobre mi
anaranjado balde.
La lampara se apaga y se enciende otra vez, una raída sábana
de dos plazas en desuso sirve de portal entre la cocina y el corral. Lampara en
mano camino por el inmenso corral, observando y constatando que mi querida
Daysi se encuentra bien en compañía de sus pequeños críos, también están siempre
despiertos, con los ojos rojizos, huidizos mis temerosos cuyes, Manuel el gallo
del corral sigue descansando como siempre sobre una pata. Allí están todos,
esperando que los recuerdos los encuentren.
La lampara se apaga una vez más, me quedo quieto en la
oscuridad, no hay temor, lentamente muevo la perilla y la mecha infinita emerge
blanca y brillante, se enciende, camino descalzo con dirección a la calle, abro
la vieja puerta de madera, y allí está él, imponente, inmenso y tierno a pesar
de los años. Todavía recuerdo el día que lo sembré, casi lo entierro, el hoyo que
cave era más grande que él. Me siento frente a él, conversamos y lloro, y también
rio, hacemos silencio, mientras tanto lilly, mi perra fiel de la infancia se acomoda entre
ambos.
Una ventisca algo fría hace titilar la llama de la lampara, detengo
mi caminar para evitar el centelleo de la luz, del fondo de la oscuridad
percibo que alguien me habla, cada vez la siento más cerca, hasta que – ¿Qué haces loco sentado con esa cosa?, te
estamos esperando para comer – Es mi hermana menor, sin decir nada, saco el
celular de mi casaca y le tomo una foto al desvencijado lamparín, con
delicadeza la sujeto y la vuelvo a colocar en el mismo lugar donde la encontré.
Después de una velada de abrazos y buenos deseos, es hora de
partir, me llevo sonrisas, un delicioso almuerzo y una lampara que parece estar
apagada… pero que sigue encendida a pesar de los años.
RAFAEL VIRHUEZ
Actor de Teatro